jueves, 15 de enero de 2015

La radio







La radio estaba rota. Al verla, uno se imaginaba el maltrato al que había sido sometida, las caídas que habría aguantado hasta entonces, y cuantas habría de soportar aún. Era una pequeña radio portátil, le faltaba la tapa de las pilas, en su lugar, tenia mal pegado un trozo de esparadrapo deshilachado y sucio. Un alambre metálico retorcido hacía de antena.


  
   Parecía un milagro, pero la radio sonaba, y era evidente que a pesar del estado en que se encontraba, él, le tenia aprecio, la quería; como se puede querer a un compañero que se mantiene a tu lado, y que te habla, porque la radio hablaba, le hablaba a él, a Cascarilla, aunque los demás solo escucháramos ruidos de emisoras mal sintonizadas.

   Desde que lo conocí siempre llevaba la radio encima. Si querías saber por donde andaba Cascarilla, solo tenías que agudizar el oído y escuchar el zumbido de aquella radio, siempre asida a su mano. Cascarilla podía comer, fumar, tomar café, dormir, ir al baño, incluso ver la tele, pero nunca soltaba la radio; aunque pudiera parecer que Cascarilla era algo torpe, ya se las arreglaba él para realizar con destreza de forma sorprendente las demás actividades, sin soltar la radio. 

   A veces se le caía de las manos, al suelo, entonces la cogía con delicadeza, y la mecía, en su regazo, como si fuera un bebe, luego le daba unos golpecitos con sus gruesos y torpes dedos, la sacudía, sonaban como piezas metálicas sueltas en su interior, se la acercaba al oído, la volvía a sacudir, y la radio respondía, le devolvía música, o noticias, o las dos cosas a la vez, la radio le hablaba, agradecida. En alguna otra ocasión la dejaba olvidada, esto era lo peor; él se ponía mal, como si le faltara el aire, no había otra cosa en el mundo que deseara tanto como volver a recuperar a su radio, su vieja radio, y no le valía otra, aunque fuese nueva.

   Si querías algo de Cascarilla, lo mejor que le podías ofrecer, era sin duda un juego de pilas nuevas, porque para Cascarilla el dinero en sí no hacía sonar la radio, y por tanto, él, no le daba el valor que le atribuimos los demás, y a su pesar, siempre tendría que molestarse en canjearlo por pilas.

   Un día, por la mañana, ya no volví a escuchar más la radio, y al ver a Cascarilla le pregunté:
-¿Cascarilla, y la radio?
   Al cabo de unos segundos, y con la mirada perdida, pudo responderme:
-Ya no la tengo conmigo... hablaba mal de mi.

 

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