El gato, es un investigador,
alcanza mejor todos los rincones de la casa. Es sigiloso, no hace ruido, sus pies
son almohadillas silenciosas, como si anduviera por la casa con unas nórdicas. Llega a sitios donde el perro ni podría imaginar. El gato da saltos que al canido tan
solo de pensarlo se le romperían los ligamentos de sus articulaciones.
El perro, por contra, es más familiar, busca más el contacto con cada miembro de la casa, necesita de la compañía, es más sobón, más sociable, aunque de movimientos más torpes, anda por la casa tirándolo todo con el rabo, hace ruido con sus uñas al pisar, como si calzara botas con crampones, no pueden adaptarse a caminar por el suelo pulido de la casa.
El perro, por contra, es más familiar, busca más el contacto con cada miembro de la casa, necesita de la compañía, es más sobón, más sociable, aunque de movimientos más torpes, anda por la casa tirándolo todo con el rabo, hace ruido con sus uñas al pisar, como si calzara botas con crampones, no pueden adaptarse a caminar por el suelo pulido de la casa.
En el jardín, sin embargo, el
perro cobra ventaja sobre el gato, anda más juguetón, más alegre, se adapta
mejor al terreno abierto. El gato, más cauteloso, fuera de la casa achica su
cuerpo, se pega al suelo, no se fía, no se relaja, mira arriba, y a los lados, defensivo,
busca refugio en alguna planta donde pueda esconderse, o en un árbol donde pueda trepar.
Hay momentos inevitables en
que los dos animales se enfrentar. El perro desconfía. El gato, va a lo suyo. El perro piensa: No me fio de este espabilado, el gato piensa: Pues yo no me fío de
este grandote torpe, baboso, y sucio, que hace caca en cualquier sitio.
El gatito, sabe que no debe
confiar en el perro, se muestra ante él todo lo grande que su cuerpo puede aparentar, se bufa,
arquea su espalda flexible, saca sus uñas, tan chiquitito, enseña sus dientes, se
destacan sus colmillos, blancos, pequeños aún, pero afilados como agujas, que
contrastan con su lengua roja. El perro retrocede, se asusta, piensa: Aunque sea mas pequeño que yo, no
debo fiarme de ningún miembro de la especie gatuna, cede su espacio. Es vencido por el gatito en cualquiera
de los encuentros, el mismo perro que no
dudaría en ningún momento enfrentarse a un rottweiler, a un pastor alemán, e incluso a un mastín
que cuadruplicara su peso y tamaño, sin embargo, retrocede ante un débil maullido
de gatito, retrocede ante sus uñas, el perro piensa: Debo mantenerme alejado
de este animalejo o me traerá problemas. Esto lo sabe el perro, aunque no hubiera
visto nunca a un gato, lo sabe, porque lo lleva escrito en su herencia genética,
almacenado en alguna parte de su cerebro arcaico. El perro sabe bien que debe de evitar encuentros con
felinos.
Finalmente los dos aprenden a evitar el enfrentamiento. Si en algún momento, llegan a cruzarse de forma azarosa en el camino del otro, simplemente, se observan, mantienen un cierta distancia, la del gato más amplia, la distancia que requiere el perro sin embargo es más corta, necesita arrimar su húmeda trufa para olisquear, este comportamiento tan grosero, molesta al gato. Mejor no tener problemas, piensan los dos. Sin apartar la mirada el uno del otro, así, cada uno sigue su camino.
Algunas veces el gato se come
la comida del perro, y el perro se bebe el agua del gato. El gato piensa: No me ves,
pero que sepas que estoy aquí, que puedo comerme tu comida. El otro piensa: Yo
estaba aquí primero y puedo beber el agua que hay en mi territorio.
No se entienden, nunca se han
entendido, y por muchos siglos que pasen no se entenderán. La curiosidad del gato le lleva a levantar su mano para intentar
divertirse con el perro, porque en un principio no lleva malas intenciones, quiere jugar, pero eso si, este mismo gesto de levantar la patita, puede ser utilizado por el gato: o bien, como dije en un principio, para jugar con sus amigos; o bien, para arañar, y dejar un recuerdo grabado a cualquiera que se le ponga por delante, porque puede usar sus uñas retractiles a su antojo, puede desplegar sus armas en milésimas de segundo y acabar con sus presas de un certero zarpazo. El perro, pues, de forma cauta, esta actitud del gato, la toma como una amenaza, no la entiende, le desconcierta. Frente al gato, hace gestos de acercamiento y de retirada, titubea, no sabe si es juego o pelea lo que le ofrece el gato. Y en verdad, la diferencia es muy sutil, y al fin y al cabo las intenciones, sean buenas o malas, solo las conoce el gato.
La sociabilidad del perro le
lleva a olisquear hasta el mismo trasero del gato, este, se revuelve, arisco,
se engrifa. No hay lugar a un posible entendimiento.
Creo que la mejor manera para una convivencia sin problemas, es que se soporten el uno al otro, sin llegar a la provocación. Como dos viejos mal avenidos, que se conocen bien, y aun sin soportarse el uno al otro, cada uno de ellos se mantiene en su sitio,
defendiendo su espacio, sin incomodar al otro. Cada uno sabe lo que tiene que hacer para no molestar en exceso al compañero, para no romper el vínculo que les une, porque los dos saben a ciencia cierta que se necesitan el uno al otro.
Y es que andar siempre de pelea en pelea cansa, estar en guardia agota. La convivencia pacífica, la tregua, conlleva menos desgaste, y esto, lo sabe bien tanto el perro como el gato.
Creo que la mejor manera para una convivencia sin problemas, es que se soporten el uno al otro, sin llegar a la provocación. Como dos viejos mal avenidos, que se conocen bien, y aun sin soportarse el uno al otro, cada uno de ellos se mantiene en su sitio,
defendiendo su espacio, sin incomodar al otro. Cada uno sabe lo que tiene que hacer para no molestar en exceso al compañero, para no romper el vínculo que les une, porque los dos saben a ciencia cierta que se necesitan el uno al otro.
Y es que andar siempre de pelea en pelea cansa, estar en guardia agota. La convivencia pacífica, la tregua, conlleva menos desgaste, y esto, lo sabe bien tanto el perro como el gato.