martes, 6 de enero de 2015

Dos cafes, por favor


 

 
                                    
 
 

   Los dos elegimos la misma mesa para el café, sin dudarlo -la que habría de guardar nuestro secreto-, no demasiado cerca de la barra, más bien, alejada del paso de la gente. Me senté junto a ella, no enfrente, ni tampoco a un lado, sino a noventa grados, la distancia perfecta, en un ángulo perfecto para una tertulia amigable. Fue lo único que elegí voluntariamente. Eso, y el café solo, lo demás simplemente pasó.     
 
   Lo había deseado, Ella, estaba ahí, delante de mí, me miraba, yo la miraba, hablamos, las mas de las veces en sintonía, también reímos, jugamos, nos rozamos, nunca un pequeño momento cotidiano había sido tan placentero. Anteriormente lo había soñado, o prefiero decir vivido en mis sueños, recuerdo fugazmente como esta misma situación se repetía, quizás en otro momento, y en otro contexto, pero el encuentro se reproducía como en un Déjá Vu, mágico.

   Me invadía una complicidad inusual con aquella chica, tan alejada de mí, pero al mismo tiempo tan cercana. Todo era nuevo, pero viejo a la vez, nuevo porque aquel fue el primer café a su lado, viejo porque el contacto con ella siempre me resultó familiar, no la conocía de nada, pero ella conectaba con algo dentro de mí, desde la primera vez, desde el primer encuentro, apenas sin esfuerzo, casi sin usar palabras, como en una sintonía fastuosa, y plena de complicidad, en un lenguaje común, no universal, sino compartido tan solo por los dos.

   Aquella cita no era casual, algo buscaba yo, no sé bien si en ella, la misma chica de mi sueño, o quizás en mí, en los dos, en las pupilas clavadas en las pupilas, o en las chispitas verde oliva que vibran destellantes en su mirada.


   Era una terraza concurrida, no estábamos solos, pero todos sobraban, no había nada más, no había nadie más, la tarde era muy fría, húmeda, gélida, no me importaba, sentía calor, me estremecía, de frio, o de calor, me da igual, pero me estremecía. Aquel encuentro me hacía sentir vivo, notaba como algo me sacudía en mi interior, algo incómodo, una emoción difícil de controlar, que te espolea, que te activa y que te hace vibrar, sentir, pero la busco, la he buscado yo, la hemos buscado los dos.

Una mantis poco religiosa




Surgió de la nada, en mitad de la noche, igual salió de mi sueño, no lo sé, pero allí estaba ella, delante de mí, tenía una correa de cuero en su cuello y una cadena de acero, no muy larga, que yo sujetaba fuertemente en mi mano. Era mía, mi concubina, mi esclava, mi sirvienta. Haría todo lo que yo le pidiera. No sé cuándo empezó esto, creo que no la conocía de nada, o quizás sí, en mis sueños, imagino, no lo recuerdo bien. Tan solo sé su nombre, Violeta, al menos eso me dijo, creo que no se llama Violeta.



                                                                                 



   Ahora sí... La conocí en un bar la noche anterior, había ganas de juerga, ganas de pasarlo bien… y suficiente dinero en mis bolsillos. Me fijé en aquella mujer, algo en ella afloraba por encima de todas las demás; no se precisar si sería su extraordinaria belleza, o su mirada inconcusa, o quizás, la mezcla de ambas. No era del lugar, era la primera vez..., nunca la había visto por allí, quizás sí, en otro lugar. En un principio, no sé qué era lo que le atrajo de mí. No sé lo que andaba buscando, si es que buscaba algo, creo que sí, o al menos en esa noche.
 
   Pero sea lo que fuere, yo no tardaría en descubrirlo. Lo cierto es que hubo un intervalo de tiempo en que no recuerdo nada de lo que pasó. Me inquietaba saber que durante esa laguna, estaría yo totalmente indefenso, a su merced, me podría haber robado: mi dinero, o mi memoria si lo hubiera querido; para posteriormente no dejar recuerdo alguno de aquel encuentro. Sé, que ella habría permanecido a mi lado en todo momento, lo que más temo al respecto, es que estoy seguro de que esa mujer conocía lo que pasó en ese lapso de tiempo. Lo que no alcanzo a saber es hasta qué punto era ella también victima al igual que yo, o en su lugar; cómplice o artífice de mi olvido.

     Y allí estaba ahora, en mi apartamento, sin conocerla de nada, asida fuertemente al frio cabecero de mi cama, era yo su esclavo, ella era dueña de mi memoria, era yo quien estaba amarrado a ella.

     Recordé que me dijo medio en broma, o medio en serio que si no la satisfacía, me mataba. No sé si se refería, bien a que me mataba de placer, o bien a que me quitaba la vida a sangre, pero creo en cualquiera de las dos formas me quitaría la vida, o peor aún, me devoraría como lo haría una mantis religiosa con el macho que osara copular con ella.

     Yo había empezado a jugar a un juego macabro, al que ya no podía dejar de jugar; es como si algo que una vez empezado ya no se puede abandonar hasta llegar a su conclusión. Ella no se podía liberar de sus cadenas, ni tampoco yo de mi sueño. Si quería liberarme yo de este, mi sueño, sabía que primero tenía que liberarla a ella de sus cadenas, eso me producía una situación de indefensión, me creaba cierta inseguridad, temía que pudiera cumplir su promesa, y que yo, en el preciso momento de despertar de mi sueño no alcanzara sino el fin de la vida.

     Fue como un inexorable juego, en el que una vez que se empieza la partida se pierde, siempre, pero era demasiado tentador como para rechazarlo, era bajo el coste inicial y muy sugestivo el premio por ganar. Creo que ella me decía la verdad, o quizás no, o todo fuera un sueño. En realidad no sé dónde empieza la verdad y donde el sueño.

     No se precisar en qué momento desconectas del mundo real para sumergirte en el imaginario. Si es que existe ese punto de encuentro, esa frontera. A veces pasa que sueño y realidad se funden en un halo borroso, indisoluble, como formando parte de  una misma esencia, como las dos caras de una misma moneda, o el anverso y el reverso de una misma hoja que siempre van unidos allá donde vaya la hoja. Las dos experiencias se confunden, llegándose a entremezclar realidad y sueño, y las dos experiencias viven juntas, o se sueñan juntas. Y se pueden compartir, en la vida diaria, o en la muerte diaria, en la calle. Son experiencias comunes, al alcance de todos, lo que uno sueña, o cree que sueña, se entrelaza con lo que otro vive, o cree que vive.

     Confuso, miro a mi compañera, ella, se acerca insinuante. Sé, que huele mis dudas, mi indecisión, mi inseguridad, incluso hasta mis miedos. Me sonríe, o se ríe de mí, lame su cuero con su lengua lasciva, me provoca, me incita, me ofrece su cuerpo, es demasiado perfecto, no sé si es sueño o es real: si ella sueña, yo vivo; pero si ella vive, yo soy el que muere.



 

domingo, 4 de enero de 2015

Dos discuten si uno no quiere.








Me dispongo a salir de vacaciones, este año me acompaña por primera vez Eva, la nueva administrativa en la oficina. ¿Quién me lo iba a decir?...

   Vamos en mi coche, calculo un viaje de poco más de cuatro horas, que decidimos hacer del tirón. Salimos de Albacete ya avanzada la mañana, aunque teníamos previsto salir de madrugada; en su lugar el sol ya hace horas que asomó por el horizonte.

   La residencia de verano de nuestros amigos Antolin y Elena se encuentra a las afueras de Málaga, es la primera vez que nos  dirigimos allí. Las indicaciones que nos dio nuestro amigo para llegar, aunque son algo imprecisas, no me preocupan lo más mínimo, además siempre nos quedara el móvil.

   Es una mañana tranquila, sin mucho tráfico, para mi sorpresa quizás poco antes de los previsto llegamos al desvío indicado, dejamos atrás la autovía, en su lugar voy conduciendo por un tramo de carretera cada vez más complicado.

   Conforme vamos llegando al destino el camino se va estrechando, hay muchas indicaciones verticales, son como carteles pirograbados inscritos en tablas clavadas sobre postes bien colocados en cada bifurcación, hay otras indicaciones clavadas en un viejo tronco de un árbol seco. Las  indicaciones a modo de flechas señalan a todos lados. Los caminos serpentean, polvorientos ascienden por laderas y  montañas, otros atraviesan valles. Cogemos un camino equivocado. Volvemos. Circulamos por una carretera a veces asfaltada, y a veces por caminos de tierra  en mal estado, en algunos tramos están haciendo obras, tenemos que ir despacio, muy despacio, incluso por debajo de la velocidad que lo haría una persona caminando.

   Aunque lentamente, pero avanzamos. En un momento dado los dos bajamos del coche, tengo que acercarme bien a las indicaciones que se ven vagamente, desdibujadas, parece que el mapa que tenemos está correctamente, al menos estamos bien orientados, las señalizaciones de la carretera corresponden con las del mapa. Solo tenemos que interpretarlo bien y seguir por el camino adecuado. Sabemos que tenemos cerca el destino. Subimos al coche, tomo un nuevo camino, me da la sensación que ya hemos pasado por ahí, el paisaje es familiar, volvemos a rodar por las huellas que han dejado minutos antes las ruedas de nuestro vehículo. Cruzamos de nuevo delante de  aquel tronco de árbol seco. El móvil está sin cobertura, y el cuentakilómetros marca una cantidad desproporcionada, tal es así que podríamos a ver ido a Málaga y vuelto a Albacete hasta en cuatro ocasiones. El indicador de gasoil está en la reserva. Miro la hora, pasan ya 15 minutos de las cinco de la tarde.

   Miro la cara de Eva, aunque no me dice nada, sé que está preocupada. Sabe que si me dice algo, que si me reprocha o me insinúa que tengo la culpa del retraso, puedo estallar en cólera. Unas gotas de sudor caen de su frente, eso me pone nervioso. No puedo hacer girar el vehículo, el camino es  tan estrecho que me resulta imposible la maniobra, empiezo a ir más rápido, piso el acelerador, pero tan solo consigo quemar rueda, gasolina, embrague, y quemarme yo. El coche no avanza todo lo que yo desearía. Miro al reloj, son ya las 6 menos cuarto. Miro de nuevo a Eva, tiene la mirada clavada al frente, sus labios están resecos. Miro al cielo, está oscureciendo, veo la misma silueta del tronco de árbol de nuevo, esta vez recortada a contraluz.

   Eva esta sedienta, yo también tengo sed, y también algo de hambre. Ahora pienso que deberíamos haber realizado una parada a mitad de camino. Eva que me conoce bien, no me pregunta nada, Solo me faltaban sus reprimendas, pensaba yo in mente:

   —Así no se puede viajar…, deberías haber tomado bien las indicaciones que te dijeron…, te lo avisé…, mira que yo sabía que esto podía pasar…, además teníamos que haber parado a comer algo.

   Yo sabía que Eva pensaba esto de mí, pero, nunca me decía nada, en su lugar callaba, ¿Porque no me lo recriminaba? Me merezco una reprimenda, por mi culpa estamos en esta situación. ¿Y ahora qué?

   No se salir de aquí, no podemos avisar a nadie, no sé qué hacer, tampoco puedo decirle nada a ella, debo de aparentar calma, debo de controlar la situación, si eso, control, control, intento respirar hondo… tengo el control.

   Eva no me reprocha nada, es una chica inteligente, simpática, bien educada, aunque es tan culpable como yo. No me dice nada que me pueda ofender. Pero su educación, pienso, no la exime de culpabilidad. Me contengo.

   Detengo el coche, miro el indicador de combustible, miro al desolado horizonte, miro de nuevo a Eva, noto que me quiere decir algo, debe estar molesta conmigo, sabe que no he confiado en ella. ¡A la mierda el control! Soy yo el que le recrimina:

    ––No me mires así, Eva. ¿Qué culpa tengo yo? Podías haber conducido tú, también tienes carné. Además, la idea de venir aquí fue tuya. Antolín y Elena son tus amigos, yo no los necesito para nada. Yo quería ir a Alicante. No sé cómo te hago caso. ¡Maldita sea la hora…! Podía estar en Jávea tomándome unas cervezas y en su lugar… ¿Y en su lugar?... ¿Qué hago aquí?... ¡Idiota!

    Miro de nuevo el reloj, son más de las 7, ha caído la noche, estamos perdidos, salgo del coche.

      Veo el reflejo de un cartel indicador, me acerco hasta allí andando, tanteando entre ramas y arbustos en plena oscuridad. Puedo leer: Esta usted en la provincia de Albacete.