domingo, 7 de junio de 2015

adolescencia: "Melocotones para mi sobrino".





... Me parecía que todo pasaba delante de mi muy rápido. Todos los acontecimientos en mi vida se encadenaban de forma tan apresurada que escapaban a mi control. Se sucedían unos a otros con apenas una sutil diferencia de segundos en el tiempo; y sin poder mirar atrás, porque otro hecho vital empezaba a acontecer en una espiral sin fin que me llevaban a un destino incierto y solitario. Por aquel entonces y hasta ese momento, yo, aún no había tomado ninguna decisión importante que afectara a mi vida, tan solo escuchaba hablar a los mayores sobre mi futuro, o sobre mis recompensas y mis castigos, sin apenas contar con mi opinión. Sin preguntarme siquiera: si me gustaba más esto o aquello. Sin importar que pudiera escuchar sus conversaciones y en ocasiones hasta discusiones que enfrentaban posiciones para tratar de forjarme no sé qué porvenir, en una dirección u otra, a mis espaldas.

   Pertenecía a una generación, que estaba marcada por una maquiavélica educación, más memorística que comprensiva, más opresora que democrática, más fiscalizadora que conciliadora, más centrada en la disciplina, la religión y la rectitud en las formas que en el crecimiento personal. Todo parecía dirigido a hacernos hombres de «provecho» el día de mañana, con las expectativas puestas en la patria, o en la familia, sin importar el camino que había que recorrer, sin importar lo más mínimo el paso por la adolescencia, que no era para ellos más que una enfermedad hormonal que te llenaba la cara de granos y te cambiaba la voz.

el padrastro: "Melocotones para mi sobrino"

                                                  



... Alejado impunemente del calor de mi hogar. Desterrado por el novio de mi madre, cruel acompañante que simplemente me veía como un estorbo del que habría de desprenderse. Yo pensaba: ¡Te maldigo! ¡Sí! A ti. ¡Ruin! ¡Aprovechado! Que compartes lecho con mi madre. ¡Usurpador! ¡Ladrón! Que me has destronado del cetro familiar. A ti. ¡Zafio! Que me has apartado del abrazo materno. Que me has echado de mi casa para ocupar tú mi lugar. Que me has desposeído del más preciado tesoro. ¡Sí! A ti. Que traicionas a mi nombre y al de mi padre. ¡Sí! A ti. Que no tienes donde caerte muerto y vienes a engancharte como un parásito infecto a la teta de mi madre.

   Estos pensamientos me iban corroyendo desde mi interior, notaba como bajaban desde mi cabeza, me oprimían la garganta y luego el pecho, para luego descender como fuego a mi estómago. No podía hacer nada. No podía enfrentarme a ellos. No tenía delante de mí a nadie para descargar mi rabia. Y lo que era peor aún, tampoco tenía a nadie que me pudiera proteger. Empezaba a tener dificultades para respirar, estiraba mi cuello, estaba inquieto, nervioso, me dolían todas las articulaciones. Intentaba incorporarme pero sentía vértigo. Todo se movía a mí alrededor, la habitación tenía proporciones irregulares, imposibles, el suelo era inalcanzable, profundo, inestable, eso hacía que se moviera la cama como si estuviera navegando en una mar embravecida.